Literatura Coreana en México

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jueves, 13 de septiembre de 2007

¡Vamos a la playa!

Debo confesar que no salgo de mi asombro. Cuando lo escuché, francamente, no le hice ni caso. Fue algo así como oír llover mientras, baboso de mí, me encontraba bajo el influjo hipnótico de un canto de sirenas, sin importarme siquiera que la propia radio naufragara con todo y música… Luego, al confirmar la veracidad de la noticia, admito que tuve que propinarme un breve pero efectivo pellizco, para así comprobar que estaba yo despierto.

Y no es que mi capacidad de asombro se haya visto alimentada hasta la estupefacción, pues en este país los ejercicios de naturaleza surrealista están tan a la orden del día que ya casi nada es capaz de encendernos la estrepitosa alarma del absurdo. Sin embargo, como mínimo, la memorable ocurrencia de poner playas en la Ciudad de México me ha dejado medio turulato.
De entrada, la idea de que nos merecemos unas playas en medio de la jungla de asfalto me parece completa y rematadamente ridícula. Primero porque la mayoría de los chilangos somos enemigos acérrimos del mar y las arenas doradas, y sólo hay que ver cómo hacemos las cosas cada vez que caemos en alguna playa como infernal jauría, dejando a nuestro paso un absoluto cochitril y arrasando cual marabunta hasta la última sombrilla, regadera, hamaca o coco con ginebra; y de puro milagro no hacemos lo mismo con los rayos del sol, quizá porque alguien nos ha dicho que tomarlos en exceso produce delirios y graves quemaduras.

En tales circunstancias, me atrevo a pensar que la dichosa idea de la arena con canchas de voleibol, sillas reclinables y alguien que nos mueva la pancita debe de tener una especie de tramposo doble fondo. Pensando mal, probablemente hasta se trate de alguna conspiración secreta de nuestros paisanos en el interior de la República, empeñados en que de una vez por todas dejemos de invadir y maltratar sus paradisíacos feudos de recreo, y finalmente nos busquemos soluciones para no asediarlos cada vez que tenemos vacaciones masivas.
Sea como sea, los inconvenientes no sólo tienen que ver con el bien ganado prestigio de terroristas playeros que tenemos los capitalinos, sino que además parece haberse antepuesto a otros problemas que, a mi juicio, resultan más acuciantes en la Ciudad.

Sí, yo sé que hay otros ejemplos urbanos que sientan precedente, y en los cuales los más osados hasta pueden creer que encuentran argumentos que justifiquen su brillantez intelectual. Pero quien me diga que traer ‘camionadas' de arena de Mandinga va a convertir a Iztacalco, la Reynosa o el Bosque de Aragón en Paris Plage , el berlinés Bundespressestrand o Bruxelles Les bains , creo que como mínimo está pasando una crisis de abstinencia vacacional, y la última vez que estuvo junto al mar se tomó una treintena de caipirinhas y luego agarró una insolación de marca diablo, cuyos daños son visiblemente permanentes.

Y, la verdad, me extraña que Ebrard respalde semejante disparate. Porque, digo yo, ¿no tenemos ya un grave problema en el abasto de agua, como para que ahora la utilicemos para llenar alberquitas, albercotas, toboganes o pongamos con ella sistemas de rocío artificial?
¡Y menos mal que no escogieron Chapultepec para el estropicio! Pues basta ver cómo está el Bosque de Aragón para imaginarnos a Chapultepec adornado con niños que gimotean embutidos en sus cámaras de llanta, mientras los padres yacen tiradotes en calzones sobre un finísimo lecho de arenosa güeva.

Además, ¿quién demonios en su sano juicio va a ir hasta Iztacalco para tostarse al sol?... ¡Si se está mejor en la azotea!

Y por favor que no nos digan -como cierto genio de la climatología- que la finalidad de todo esto es combatir el calor que azotará al área metropolitana, como consecuencia del calentamiento global. Porque si fuera eso, ¿no resultaría más provechoso destinar esos fondos a combatir el desperdicio de agua, en cuyas fugas se pierde más del treinta por ciento del preciado líquido en la Ciudad?

Por cierto, lo que naufragaba en la radio, mientras yo escuchaba baboso a las sirenas, era precisamente esa vieja canción de ‘Los Joao': “¡Vamos a la playa, oh, oh, oh, oh, oh!”… ¡Qué vergüenza!

Moraleja: Si encima no van a permitir chelear en las playitas, ¿por qué no mandan allí al ocurrente padre de la idea, y por lo menos que nos mueva la pancita?

Pedro Lara y Malo
laraymalo@hotmail.com

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